Por Manuel Peñafiel
La Jornada
Durante la filmación de mi documental Los últimos zapatistas, héroes olvidados conocí a doña Ana María Zapata Portillo, reconocida oficialmente por el general Emiliano Zapata Salazar como su hija, y quien murió el 28 de febrero pasado, a los 95 años.
En esa ocasión decidí abstenerme de incluirla en la película debido a que quise dar prioridad a los combatientes que acompañaron en su lucha al Caudillo del Sur, aunque nunca abandoné la idea de fotografiarla más adelante.
Esto fue posible durante las últimas semanas de filmación de mi segunda película, Pancho Villa, la Revolución no ha terminado, que trata sobre el movimiento revolucionario encabezado por El Centauro del Norte. Mi idea era entrelazar fílmicamente esta gesta de la frontera norte con la del Ejército Libertador del Sur.
Así, gracias a la cordialidad de doña Ana María Zapata y a la afabilidad de doña Juana María Villa, hija del revolucionario duranguense, logré unir a estas dos singulares mujeres y con sus fotografías tender un puente visual entre dos tiempos históricos, para evidenciar la hermandad de principios que vinculó a las dos figuras más prominentes de la Revolución Mexicana: Emiliano Zapata y Francisco Villa.
Esta memorable sesión ocurrió el 14 de enero de 2006, cuando se pudo organizar una reunión entre las descendientes de ambos generales revolucionarios, en la casa del hijo de doña Ana María, Manuel Manrique Zapata, y de su esposa, Raquel, en la ciudad de Cuautla, Morelos.
Doña Juana María Villa arribó a la ciudad morelense luego de dos horas de viaje, con las mejillas encendidas por el calor: venía desde la colonia Lindavista, al norte del Distrito Federal.
Cuando Angelita, su comadre y dama de compañía, abrió la puerta del automóvil, doña Juana María tuvo gran dificultad para descender del vehículo, y entonces fue conmovedor ver cómo doña Ana María Zapata, de edad similar, se aprestó a ayudarla.
Tener frente a mi cámara a las hijas de Francisco Villa y Emiliano Zapata era un acontecimiento único, ya que, como expresé líneas arriba, mi propósito era documentar precisamente la armonía que se dio entre ambas mujeres, como una suerte de metáfora de lo que ambos revolucionarios representaron en la vida de nuestro país y la hermandad de los ideales populares de la Revolución.
No recuerdo cuántas fotografías les tomé ese día ni la cantidad de minutos que utilicé para videograbarlas, en un testimonio en el que ambas relataron muchos pasajes de sus vidas. No obstante, las imágenes que había captado sólo mostraban a dos mujeres mayores, y como a mi juicio las fotografías deben hablar por sí mismas, necesitaba algún elemento que evidenciara claramente quiénes habían sido sus progenitores.
Así, se me ocurrió darles una reproducción de la célebre fotografía tomada en noviembre de 1914 en Palacio Nacional, en la que Francisco Villa aparece sentado en la silla presidencial y a su lado está Emiliano Zapata. Cuando doña Ana María Zapata vio esa fotografía histórica sus ojos centellaron, y con una sonrisa le dijo a doña Juana María Villa: “¡Mira hermana, aquí están juntos nuestros papacitos!”
Después de captar la imagen de ambas sujetando el retrato de sus padres, me di cuenta de que dicha foto contenía lo que deseaba mostrar: que a pesar de haber estado separados por miles de kilómetros, Emiliano Zapata y Francisco Villa estaban cerca uno del otro; esto mismo lo evidenciaban sus hijas, quienes también se sentían íntimamente unidas por lazos más fuertes que el tiempo y la distancia.
Ya más relajados, luego de la sesión de fotos y video, charlé con ellas. Doña Ana María se mostró entusiasmada cuando le enseñé mi libro titulado Emiliano Zapata, un valiente que escribió historia con su propia sangre. Al ver la fotografía de la portada, en la que aparecen los pies del soldado zapatista Marcelino Anrubio, suspiró y me dijo: “Mi padre usaba botines charros para cabalgar, pero cuando trabajaba en la parcela acostumbraba usar unos huaraches parecidos a éstos, que aquí en Morelos les llamamos de tres tiras de cuero”.
Doña Ana María hojeaba pausadamente el libro, tratando de reconocer los rostros de aquellos que habían peleado al lado de su padre, se detenía por unos momentos ante algún retrato y en voz muy baja decía: “A este señor lo conozco, pero los años nos han cambiado, ahora todos estamos decrépitos, igual que los ideales jamás cumplidos de mi padre, traicionados por la corrupción. Los que vivimos la Revolución envejecimos escuchando falsas promesas de presidentes y gobernantes”.
Cuando llegó hacia el final del libro, donde describo la muerte del general Zapata, doña Ana María me pidió: “Hágame el favor de leerme lo que escribió acerca de la forma ruin y traicionera en que asesinaron a mi padre, si yo lo hago me pongo a llorar ahorita mismo, no tanto de tristeza como de rabia”.
Entonces comencé a leer: “Jesús Guajardo, quien ya había recibido órdenes de Venustiano Carranza para cometer el homicidio, instruyó al regimiento que aguardaba a Emiliano Zapata aquel día en la hacienda de Chinameca, los mercenarios federales parecían preparados para rendir la salutación correspondiente al rango del visitante. El clarín tocó tres veces llamada de honor y al apagarse la última nota, los milicianos que presentaban armas al general revolucionario le descargaron dos veces sus fusiles a quemarropa. La vileza se abatió sobre aquel gallardo jinete derribándolo bajo cobarde granizo de metal disparado a mansalva. Las inmundas balas rasgaron la piel del Caudillo del Sur, violando sus fornidos músculos. El plomo caliente se abrió paso entre vísceras y arterias, al derrumbarse aquel hombre bravío sobre la burda tierra, sintió que a su cuerpo lo anegaba una laguna muda y carmesí.
“El cerebro de aquel combatiente se negaba a aceptar lo que le estaba ocurriendo, lo habían traicionado, así suciamente, como se cometen las perfidias incubadas en los albañales del gobierno. Por un quebrado instante pensó en sus padres, y en su propia familia, sus recuerdos estaban hinchados de pobreza. Creyó estar delirando, cabalgando libre sin ataduras, pero esa borrosa alucinación se fragmentó febrilmente, aquel incorruptible ser humano inútilmente trató de aferrarse a la vida, su encomienda no había terminado, sus paisanos le habían encargado la restauración de su honor y el derecho a rememorar biografías decorosas. Pero aquellas impunes ráfagas lo habían perforado, su existencia se le escapaba volando igual que el pájaro cenzontle a inalcanzable rama.
“Con intuitiva gallardía trató de no sucumbir en aquel pozo que ya se estaba poniendo frío, pero sus manos estaban agarrotadas, no podía asirse de nada, caía hondo hacia el obscuro desfiladero que trae la agonía, sólo la muerte fue capaz de impedir que Emiliano Zapata montara de nuevo su caballo.”
Doña Ana María hizo que detuviera la lectura, sus ojos refulgían cristalinos, sin embargo, no permitió que lágrima alguna escapara de ellos. Entonces me dijo casi en un susurro: “me sorprende lo que me acaba de leer, parecería que usted estuvo ahí”, no dijo más y estrechó mi mano para despedirse, no sin antes agradecerme por haber narrado en mi libro a la gente la valerosa honestidad de su padre...
Como siempre me sucede cuando una emoción intensa me abruma, mis pensamientos se atropellan y soy incapaz de articular mis ideas, pero al escuchar esas palabras de doña Ana María Zapata, me sobrepuse para responderle: “No tiene nada que agradecer, yo soy el que debo darle las gracias por el privilegio de poder convivir con los últimos zapatistas, porque soy solamente un fotógrafo disparando contra del olvido”.
http://www.jornada.unam.mx/2010/03/23/index.php?section=opinion&article=a10a1esp
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